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Entretejiendo sueños, Islandia se dibujaba en el horizonte. Ese lugar tan remoto, tan lejano, y tan desconocido.
La tierra de los Vikingos se había convertido en ese ideal a 12.500 km de distancia, por lo que saberme ahí era la expresión máxima de que Creer es Crear.
La desolación, el silencio, el viento frío, el hielo, la inmensidad.
Islandia se te mete por los ojos y te inunda el cuerpo con ese aroma a tierra mojada, a musgo milenario, a sabiduría natural.
La primavera te regala un día infinito, donde la noche sólo asoma durante tres horas y jamás te abarca la oscuridad total.
Los caballos con sus crines largas, las botas hundidas en el terreno esponjoso, el agua caliente de las incontables termas naturales que esta tierra te ofrece a lo largo y ancho de su extensión.
Es tan palpable y a la vez tan irreal. Por momentos me recuerda a la Patagonia ( y cuanto!) y por otros me siento caminando en Marte, o en Júpiter, con sus suelos azules y humeantes, con sus aves extrañas, con sus paredes de rocas geométricas, con sus icebergs de diamante.
Recorrerla en casa rodante fue la mejor elección. Volvería una y mil veces al país de las leyendas.
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